26 de agosto de 2006

CUANDO LA ALMOHADA COGE FORMA

¿Alguna vez te ha pasado que consigues conciliar el sueño con dificultad y, a penas lo logras, te despiertan bruscamente y no tienes más remedio que levantarte? Lo mejor de todo es que no eres consciente de que has logrado dormir unas séis horas, parece mucho menos por lo mucho que lo necesitabas. Abandonas la cama muy a tu pesar, identificas al infranctor de tan sagrada ley del merecido descanso, te adecentas un poco, lo justo para no parecer que acabas de levantar de tan difícil sueño, te encaminas a la puerta y entablas conversación con tus vecinos, que la noche anterior salieron de fiesta y se dejaron las llaves en casa.
Para darle un punto más cómico a la situación, mi señor vecino sube primero acompañado de otro señor que se hace llamar 'cerrajero' y que no logra abrir la cerradura por las buenas, proponiendo como única solución reventarla a golpe de 'Black & Decker' (muy civilizado por su parte). Luego suben la consorte y su hermana: La primera, desesperada porque entra a trabajar dentro de cinco horas y pico, sin cama en la que echarse un mal sueño ni aseo en el que quitarse un peso de encima; la hermana... en otro momento me habría fijado mucho más en ella de lo que lo hizo el presunto cerrajero (que aunque disimuladamente, no le quita ojo de encima del ombligo), pero la hora y el escaso descanso no daban para más que balbucear un par de 'buenos días' y contemplar la escena medio fastidiado, medio fascinado (40/60).
Mientras, el presunto baja al coche y sube, resoplando, con el maletín inalámbrico (esta juventud no soporta con buena planta subir y bajar un par de veces seguidas tres pisos por las escaleras), lo abre y se dispone a destrozar una anciana cerradura, previo pago de 100 euros por la madrugosidad (ya no es nocturnidad) , alevosía y urgencia del caso. Vecino y vecina debaten en voz alta si vale la pena reventar la cerradura, evidenciando que no están conformes con la idea (que un servidor tampoco comparte) y, sin mediar palabra, el individuo aquél recoge sus bártulos y se marcha, dejándonos a todos con los ojos como platos y el verbo en la boca.
Siendo ésta una situación medio normal para un servidor, que hace un par de semanas sufrió la avería de una cerradura y hubo de acceder a casa gracias a la inestimable ayuda prestada por un aspirante a bombero con equipo de escalada, que se descolgó desde la azotea hasta el balcón, la escena de tres vecinos en mi casa (uno tratando de encontrar la manera de pasar por el hueco del patio de luces, aunque sin sopesar demasiado el riesgo; la otra desesperada por echarse un sueño y la tercera, espectante aunque visiblemente cansada y deseosa de cama), no me resultaba del todo perturbadora, todo lo contrario, me divertía en cierto modo. Logramos disuadir al suicida en potencia de que no pasara por la cutre cornisa de un piso a otro, so pena de causar grabe gasto a su seguro de vida. Su consorte optó por echarse en la cama de la habitación pequeña y pegar los ojos el tiempo que le dejáramos, mientras un servidor empezaba a calentar las neuronas, amenazándolas con una sobredosis de cafeína. Cuando por fin los otros vuelven al sillón, descartando la opción de hacer el salto del trigre de ventana a ventana, se me encendió la bombilla (de tugsteno, que aunque vieja, aún luce con esplendor de tanto en tanto); busqué un alambre y no encontré. Entonces, trasteando por la habitación del fondo, recordé que en una bolsa aún guardaba unos radios de la rueda de una bicicleta que estrellé hace un par de años. Tomé uno, lo doblé con ingenio y, gracias a las holguras de la puerta y a la habilidad que producen en mí el escaso sueño y la ocasión de lucirme ante dos féminas y un vecino sorprendidos, logré mover los resvalones de la cerradura y abrir la puerta que, momentos antes, aquél necio pretendía convertir en un colador de cien euros.

Me he sentido bien; creo que es la primera vez que abro una cerradura a las siete y pico de la mañana, con un radio (retorcido) de bicicleta de montaña accidentada, sin sentimiento de culpabilidad y con un público super agradecido, dejando en mal lugar a un incompetente y usurero oportunista. Lástima que ocasiones como esta no se presenten con frecuencia.

Y ya son casi las nueve, sonó mi despertador y comienza mi día normal con una sonrisa en mi cara y una taza de café de sobre con leche junto al teclado del computador. Puede que sea otro día más, pero todos son distintos y todos tienen algo por lo que merece la pena vivirlos y disfrutarlos. Disfruta de tu día; seguro que te lo mereces.


Nota para el futuro: No deshacerme de los radios de la bicicleta accidentada.

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